lunes, 28 de enero de 2013

Los bajos fondos


 "¿Conservatorio? ¿Estáis de coña? Yo aprendí a tocar el saxo en el Reformatorio de Pontiac"*

Pontiac era la escuela. Bueno más bien la guardería. Estaba llena de chavales que de alguna manera u otra, con sus leves fechorías, no habían hecho méritos suficientes para acabar en recintos mayores. Aunque ya se andaría la cosa. En Pontiac se iniciaban. Allí se podía estudiar de todo. De todo lo que no te enseñaban en la escuela convencional, claro. El temario, digamos, difería un poco de lo que cualquier chico de familia bien esperaría recibir. Grifa, farlopa, pastillas o costo junto a  navajas, pistolas, rifles o el muestrario más sorprendente de armas blancas,  formaban el material escolar. Uno podía aprender los trucos más dispares para utilizar en pequeños atracos al ultramarinos de la esquina, abrir cajas fuertes, en contrabando casero o trapicheos delictivos varios. No estaba mal. Había que preparse para la vida de ahí fuera. Pero nadie viene al mundo siendo un criminal. O sí... En ese punto, ni siquiera los filósofos se ponen de acuerdo. Si "el hombre es bueno por naturaleza", o si "el hombre es un lobo para el hombre" resultaban pamplinas. En Pontiac, ni por asomo, habían oído hablar de Rosseau, ni de Hobbes, ni de la Ilustración, ni del Leviatán. Ellos, por el contrario, estudiaban otro tipo de filosofía...

Las calles del noroeste de Chicago no eran las más peligrosas de la ciudad, pero tampoco la más tranquilas. En ellas, estafadores, tahúres, bandas callejeras, nenas pavoneándose y polis a bordo de enormes Cadillacs se relacionaban de una forma, llamémosla, tensamente cordial. Si no te metías con ellos, nada malo podía pasar. Pero eso era la excepción. Los chavales de quince años se reunían en el salón de billar de Emil Glick, en la esquina entre Division y Western. La clase diaria se impartía allí. La cosigna: buscar pelea o liarla antes de que se pusiera el sol, para al final acabar pertrechando pequeños hurtos en la tienda de caramelos. Algo es algo. Nadie nace aprendido. Apuntaban maneras en todo caso.

Judío de mierda
 
En el colegio -si se dignaban en aparecer- se dedicaban a esnifar y mascar tabaco usando los tinteros de las mesas como escupideras. Los tipos duros del barrio se enorgullecían de ser los más salvajes a este lado del infierno. Las chicas se cruzaban de acera cuando se topaban con ellos. El entretenimiento mayor consistía en robar el rifle de sus padres para rondar los callejones nocturnos, haciéndose pasar por bandidos. Aunque la sangre nunca llegaba al río. A lo sumo, lo más osado que se atrevían a hacer era disparar al aire para asustar a los gorriones o usar los cristales de las cabinas de teléfono como banco de pruebas. Eso sí, en el cuerpo a cuerpo, no tenían escrúpulos. Bastaba con que algún tipo de la banda rival, generalmente polacos o irlandeses, gritara "judío bastardo" o "judío de mierda" para que se liara.

"Yo no fui uno de esos andrajosos niños de los barrios bajos que tienen que usar una reja de alcantarilla a modo de chupete".

Ni el cabecilla, ni el más mojigato, uno de los chicos de esa banda de 'matones' vino al mundo una noche ventosa de 1899. Milton Mezzrow, 'Mezz', era el hijo de una familia judía respetable, llena de médicos, abogados, dentistas o farmacéuticos. Digamos que en ningún caso se podría decir que fuera el prototipo de chico marginal. La zona noroeste de Chicago sirvió de hogar a emigrantes europeos de origen eslavo y centroeuropeo. Mezz esuchaba los acordes de balalaika de su padre mientras tocaba la armónica. Pillar la pipa del viejo parecía una diversión de lo más habitual. Con sus colegas jugaban a apuntarse los unos a los otros. Fanfarronerías aparte lo que llenaba la cabeza de Mezz eran notas musicales. En la sala de billar movía los dedos como si estuviera tocando cuando escuchaba un piano o un saxo. Andando por la calle, golpeaba las tapas de los cubos de basura con dos palos. A pesar de encontrarse en plena edad del pavo no estaba especialmente interesado en las chicas. Donde estuviera una buena pelea... Por eso,  la policía le tenía fichado desde bien pronto.

Uno de sus colegas había robado un flamante Studebaker. Para unos chiquillos de esa edad, los coches eran un símbolo de libertad. Se iban a comer el mundo, aunque en realidad el mundo les acabó devorando a ellos. Los dos pollos no tuvieron mejor ocurrencia que salir a dar una vuelta con el buga por toda la ciudad. Y por supuesto, pasó lo que tenía que pasar. La matrícula estaba en la lista de coches robados de la policía. No les duró mucho la broma. Acabaron en la comisaría del condado. Tras un juicio rápido Mezz fue metido en un tren junto a otros jóvenes ladronzuelos. Todos tenían el mismo destino: el Reformatorio de Pontiac. Allí comenzaría la primera lección.

El blues de Pontiac

"En Pontiac aprendí algo importante: en el mundo no hay mucha gente que tenga la sensibilidad y el franco respeto humano por los demás que tienen los negros (...) No solo me enseñaron su extraordinaria música; me hicieron sentir bien."

Hechas las presentaciones de huellas dactilares, registro y rapado de cabeza, no pasó ni un día para que Mezz recibiera una nota de unos de sus compinches de fuera, que, como no, también estaba ahora enchironado. "Estoy en la banda, intenta meterte". Desplegó entonces sus dotes persuasivas de fulero innato para convencer a los oficiales de la prisión de que era el mísmisimo director de la Ópera de Chicago, pillado por error. No le fue mal, le destinaron al bloque donde se alojaban los miembros de la banda. Pronto se ganó al profesor Scout, el director. A Mezz le tiraba el saxo, pero había dos instrumentos que nadie quería tocar: la flauta y el piccolo. Llegaron a un acuerdo. Él se encargaría de la flauta y el profesor Scout le daría sus primeras lecciones de saxo. La banda era mixta. Dos chicos de color destacaban por encima del resto. 

Yellow y King, corneta y trompa respectivamente, no tenían ni idea de leer una partitura, pero eran los que lanzaban las jam sessions de Pontiac, las primeras en las que participó Mezz. Aunque el prefería escucharles boquiabierto. No tardaron en hacerse amigos. Yellow había hecho sonar su corneta por diferentes circos del Sur. Esa fue su escuela. El blues le salía de manera natural. Y a Mezz no se le daba del todo mal. La cuadrilla de presos que se encargaban de descargar camiones de carbón tenía una nueva banda sonora. Mezz, Yellow y el resto de muchachos podían improsivar blues durante horas al ritmo de los movimientos de las palas. La sorprendente compenetración recordada a los negros del Sur trabjando la tierra. Aquí  no eran esclavos, pero se asemejaban a los aparceros de Mississippi; en pleno Chicago. El profesor Scout solía unirse con su trombón a improvisar. A todos, incluido el profesor, les brillaban los ojos cuando Yellow inventaba alguna de sus hermosas frases de blues.

Un día, el profesor Scout, muy excitado, reunió a los miembros de la banda en su oficina. Desembaló un disco y lo pinchó en la gramola. Era Livery Stable Blues de la Original Dixieland Jazz Band, el primer disco de jazz de la historia, pero ese dato se les escapaba a los asombrados delincuentuchos musicales de Pontiac. Los sonidos de la corneta de Nick LaRocca y del clarinete de Larry Shields les causaron escalofríos. Inmediatamente Mezz quedó alucinado aunque pensaba que Yellow no tenía nada que envidiar a lo que salía de aquellos surcos. El profesor Scout les enseñó las partes de cada instrumento, aunque nunca llegarona dominarlas del todo. Por las noches, recostados en los colchones de cáscara de maíz, escuchaban esas melodías fascinantes. Una y otra vez. El blues se había apoderado de la prisión, especialmente de los negros. No era extraño escuchar sus lamentos cantados en mitad de la noche.

"Aquellos fraseos sencillos me habían hecho comprender la filosofía negra de un modo que ningún voluminoso tratado sociológico pudiera haberlo hecho nunca"

Disturbios raciales en Chicago, 1919

Aquí no servimos a negros

Mezz pensaba que, por definición, los blancos eran unos consentidos que cuando escuchaban blues se volvían un poco neuróticos. Por su parte, los negros nunca tuvieron nada en el pasado, ni esperaban nada del futuro, por eso cuando les alcanzaba el blues, simplemente sonreían y daban gracias a Dios. "Oh, Señor, estoy satisfecho, lo único que quiero es plantar coles en mi jardín trasero y comérmelas". Se conformaban con poco. Sin embargo los blancos si las cosas se torcían siempre buscaban un culpable. Para los blancos, el hombre negro podía resultar en apariencia un holgazán, pero en realidad su filosofía vital era mucho más profunda. Aunque no gozaran de palabras pomposas ni grandilocuentes teorías para explicar su modo de pensar. En la música estaban las respuestas...

Yellow, King y otros chicos negros no dudaron en ayudar a Mezz siempre que lo necesitara y eso que apenas le conocían de nada. Un sincero instinto de la amistad que servía como la mejor de las terapias psicológicas. Sobre todo si estabas en chirona. Pero las leyes Jim Crow se ocupaban de poner las cosas en su sitio. El patio estaba dividido en dos secciones. Bastaba que uno del otro bando se metiera con alguien del contrario para que se montara una auténtica batalla campal. Mezz había visto muchas peleas en su barrio pero ninguna igual de sangrienta y cruel como las de blancos y negros del patio de Pontiac. La Guerra de Secesión parecía seguir ahí. Había odio acumulado. Pero los negros de Pontiac tampoco parecían muy atemorizados. "Tío en mi pueblo no puedo ni siquiera andar por la calle a no ser que esté dispuesto a bajarme a la cuneta cada vez que pase un blanco". 

La condena de Mezz era indefinida. Al año, por buen comportamiento, venció. Llegó la hora de graduarse. Un frío día de febrero de 1918, los oficiales le entregaron un traje junto con un billete de tren con destino a Chicago. Era la primera vez que viajaba con tantas comodidades. Los asientos acolchados del vagón de primera le hicieron rememorar aquella aventura que había hecho unos años antes con sus colegas Murph y Bow a bordo de un mercancías rumbo al sur, a Saint Louis. Pararon en Cape Girardeau, mugrientos por el trayecto, se metieron en una cafetería para llenar el estómago. Pero el dependiente les echó a patadas. "Aquí no servimos a negros", les gritó. A la salida de Pontiac esa experiencia tenía todo el sentido del mundo. Se sentía un "amante de los negratas". La lección parece que estaba aprendida. Iba a pasarse el resto de su vida estudiando la música de los negros, pegado a ellos. Se habían convertido en su gente y él se sentía uno más.

La favorita de Al Capone

"Una buena cantante de color no tiene que envolver su sexo en un paquete para vendérselo a los clientes como una puta del tres al cuarto. Rara vez se decanta por el rollo ninfómano"

La vuelta a la normalidad trajo consigo nuevas sensaciones. Uno de los locales nocturnos a los que solían acudir era el Roarer Inn, "el abuelo de todos los prostíbulos de Chicago". Los clientes se agolpaban al fondo para disputarse los favores de las chicas. Mezz nunca estuvo muy interesado hasta que conoció a Marcelle, una pelirroja alta. A pesar de su timidez, se metió tanto en el papel de tipo curtido que algunas pensaron que se trataba de un chulo, Marcelle incluida. "Los clientes hacían cola por Marcelle como si fuese un día de paga". Pero Marcelle se fijó en Mezz. Un camarero le advirtió: " yo en tu lugar lo dejaría, colega, es la chica de Al Capone". Mezz no estaba dispuesto a incomodar a un tipo tan simpático como Capone. Dejó de ir por el local, aunque el principal motivo no fue Marcelle, ni el temor a la mafia, sino que el Roamer Inn no tenía música en directo. 

En aquella época, sin embargo, el paraíso estaba en el South Side. Todos los garitos tenían un piano en la trastienda. La peña se sentaba allí a tocar blues como si hubiesen nacido en las mísmisimas barracas de los esclavos. Aunque para Mezz la explicación era que debían de haber pasado una temporada en el talego. También poblaban el barrio sur, las vocalistas negras que cantaban historias simples pero realistas.  Aunque lo que más destacaba eran las bandas criollas de jazz. Fue inminente. Se había corrido la voz de que una auténtica banda de Nueva Orleans actuaba por la zona. El día que Mezz escuchó por primera vez la Original New Orleans Creole Jazz Band entró en trance. Lil Hardin al piano, Freddie Keppard a la corneta y Sidney Bechet al saxo soprano y al clarinete. Estos dos últimos tenían un sonido potente y asombroso. 

Las parejas se agolpaban en la pista, apretadas como conejos. "Empápate, zorra inmunda", le susurraban los amables caballeros a sus muñequitas mientras la banda tocaba. Para ser la primera visita al South Side, Mezz se había topado de lleno con las leyendas de Nueva Orleans. Tras escuchar a Bechet decidió cambiar su vieja flauta por un saxo soprano. Al mismo tiempo se pasó por la tienda de Clarence Williams para comprar algunas partituras. Empezó a ensayar St Louis Blues y Royal Garden Blues. Iba al South Side con su saxo y cualquier excusa era buena para sacarlo y ponerse a improvisar. Aún quedaban algunos años para que grabara con sus ídolos. Con Bechet entablaría una sólida amistad. Lo tenía todo para convertirse en un músico de verdad, pero quedaba otra etapa en su graduación...

"No conviene vender la piel del oso antes de cazarlo. ¡Zas! Me desperté un día para encontrarme de nuevo en la cárcel. Me estaba poniendo pesado"




"Mezzrow fue quizá mejor traficante de marihuana que músico de jazz, pero comprendió tanto la música como la raza que la engendró", Barry Gifford, escritor.


[Fuente]: Really the blues, autobiografía de Mezz Mezzrow, escrita junto a Bernard Wolfe. Original de 1946. Traducida al español por Ediciones Acuarela. 2010.

* Frase con la que empieza Mezzrow Really the blues.

7 comentarios:

  1. Las grandes ciudades norteamericanas de principios de siglo debieron ser lugares duros para vivir. Desde luego, Chicago fue conformando su personalidad en aquella época con sus calles tomadas por delincuentes y sus locales supeditados a la mafia, todo ello cuajado de buena música negra. Sin duda, un capítulo apasionante y crucial en la historia del jazz, como lo son los comienzosde Mezz Mezzrow... Gracias por la lectura y el aprendizaje, Grooveman.

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    1. Gracias Isa! Qué gran combinación eh: jazz y mafia!! En el fondo hubiera estado bien vivir allí... ;-)

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  2. La verdad no sé que comentar, he leído sobre las relaciones del blues y las cárceles, incluso hice dos especiales titulados "música entre rejas", hablando de Angola (Luisiana, Ledbetter), el "Just Walkin 'in the Rain" de the Prisionaires (en Tennessee), el "Folsom Prision Blues", la Mississippi State Penitentiary, "The Hurricane" de Bob dylan...pero esto me deja flipando, me quedo extasiado y repleto de sonidos e imágenes mentales..como siempre un gran, gran placer leer este blog (debería ser de obligatoria lectura en los conservatorios de música) ;)

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    1. Muchísimas gracias, Sebas!!! se agradece mucho el halago de los conservatorios! ;) jeje
      Oye no tenía controladas esas entradas de especiales entre rejas... Voy a ellas!! Un abrazo

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    2. Aqui las tienes...
      http://grafistantaneas.blogspot.com.es/2012/05/musica-entre-rejas-1-parte.html
      http://grafistantaneas.blogspot.com.es/2012/05/musica-entre-rejas-2-parte.html

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  3. Uff increible este blog, me ha encantado esta entrada pero es que he estado leyendo así por encima otras entradas y madre mia, llevas escribiendo durante años cosas de muchísima calidad todo relacionado con la música. Mi mas sincera enhorabuena y sigue así :)

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